lunes, 27 de junio de 2011

Madre e hija (I)


Mi abuela Eulalia redactó un testamento breve y claro: por una parte, deseaba ser incinerada junto con sus ahorros, sus joyas y sus pieles; por otra, quería que trasladaran la urna a su pueblo, lejos de las víboras de su familia y vecinos. No hablaba apenas con nadie: clasificaba a casi toda la gente en demonios, brujas, alcohólicos o prostitutas. Además, aunque la abuela había sido creyente toda su vida, renunciaba a una ceremonia religiosa («Dios se ha portado mal conmigo», aseguró al notario).
Mamá, que de sólo ver a la abuela sufría taquicardias y ataques de ansiedad, había declinado acompañarla aquel día a arreglar los papeles, delegando en mí la tarea. No me sorprendió, entonces, que la yaya le diera en herencia únicamente su piso —un pequeño apartamento con las paredes llenas de grietas y plagado de cucarachas— («Y únicamente porque la ley lo ordena, que si no…»)
El notario carraspeó al escuchar los particulares comentarios de mi abuela y yo no pude más que soltar una risa tonta, mientras fingía mirar por la ventana. De cualquier modo, debo reconocerlo, esas condiciones nos facilitaron a mi hermana y a mí los preparativos.
         Cuando se terminaron de firmar los papeles, nos dirigimos al coche. La yaya se colocó, como una marquesa, en el asiento trasero. La observé por el espejo retrovisor: al rato, tenía los ojos cerrados y daba cabezadas.
Yo no dejaba de preguntarme cómo una señora con la cabeza pequeña y ovalada, la nariz chata, una sonrisa inocente fija en su cara y aquel olor a jabón de lilas podía tener tan mal carácter. Estaba sola desde hacía mucho tiempo; al quedarse embarazada, el abuelo la engañó con la vendedora de la tienda de golosinas. Cuando lo descubrió, intentó enfrentarse a laotra, como la llamaba desde el incidente, pero la amante vendió su negocio y huyó con mi abuelo a Cáceres.
La abuela quiso vengarse. Cuando nuestra madre empezó a crecer le prohibió comer caramelos;  después, a partir de los siete años, no le permitió ir a cumpleaños de sus compañeras de clase ni celebrar el suyo propio si pretendía regalar bolsas de chucherías.
         Aparqué en la puerta, en doble fila, y la ayudé a salir del coche.
—Ese notario no paraba de masticar chicle —dijo—. Qué asco. Dile a tu madre que no compre chicles; se va a quedar sin dientes. No pueden ser buenos, algo tienen… Por cierto, ¿cuándo va a venir por aquí?  —preguntó mientras buscaba las llaves del portal.
—No lo sé, abuela. Pregúntale a ella. Tengo que irme. Adiós  —y arranqué el coche sin dar más explicaciones.
         Me apresuré para llegar cuanto antes a casa y contarle a Vicky las novedades. Mi hermana y yo anhelábamos disfrutar, como cualquier familia normal, de un tiempo de silencio, al menos, en nuestro propio hogar. Sin embargo, las llamadas de la abuela y los constantes gritos de mamá habían convertido la tranquilidad en  casa en algo difícil, sino imposible, de alcanzar. Ahora, en cambio, el testamento de la abuela nos permitiría poner en marcha el plan que teníamos en mente desde hacía cinco meses. 

continuará... ¿qué crees que ocurrirá?       

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