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viernes, 17 de mayo de 2013

El hada de las alas invertidas y el caracol

-¿A ti qué te pasa? -preguntó el caracol.
-Sufro el síndrome de las alas invertidas- respondió el hada.
-¿Y eso por qué?
-Por el estrés -contestó con voz cansada el hada.
-Pero vosotras, ¿sufrís estrés? -preguntó de nuevo, sorprendido el caracol.
-Pues claro -el hada torció la boca-. Trabajamos fuera de casa en misiones secretas, en casa y formamos a las hadas más pequeñitas.
-¡Ah! -dijo el caracol.
-Y tú, caracol, ¿por qué estás aquí?
-Yo antes era un príncipe, pero ya casi vivía como un rey.
-¿Y qué te pasó? ¿Te hechizó un malvado brujo? -preguntó el hada curiosa e impaciente.
-Algo así. Me dijeron que tenía que aprender lo que era vivir con la casa a cuestas.

domingo, 25 de noviembre de 2012

Día internacional contra la violencia de género

Un cuento dedicado para todas las mujeres que han sufrido o sufren violencia de género... y para todas las demás. ¡Estamos con vosotras!

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Cuento: los relojes

Érase una vez, en un lugar muy muy cercano, una niña que tenía su habitación llena de  relojes y tan sólo uno era suyo.

Cada mañana, antes de marchar al colegio, los revisaba uno a uno y comproba que todos funcionaran. Los observaba con la mirada fija, como aquel día de la excursión a la Granja Escuela que pasó dos horas pendiente de captar  el momento en que se rompiera el cascarón y saliera un pollito del huevo.

Tanto era el cariño que los tenía, que también todas las tardes, después de merendar, los colocaba y recolocaba pensando cuál podría ser la mejor manera de mostrarlos. A veces, le gustaba tenerlos ordenados por los dibujos de los relojes. Por ejemplo, juntaba todos los de superheroes, por un lado, los que llevaban la cara de deportistas, por otro; otras veces, los separaba según fuera analógicos o digitales; en otras tantas ocasiones, por colores y finalmente, por la fecha de adquisición. Esta última clasificación era la que más carácter sentimental tenía para la niña ya que le hacía recordar los momentos junto al anterior dueño de los relojes.

 La madre de la niña, como mujer observadora y conocedora de su hija y de las compras que relizaba se dio cuenta de que en aquella habitación estaba sucendiendo algo extraño.

-Cariño, ¿por qué tienes tantos relojes?
-Mami, ¿te acuerdas del niño moreno de ojos negros?
-Sí, aquel que vino a dejarte los deberes del colegio cuando estuviste enferma.
-Pues, mami, me gusta, y yo quiero compartir el tiempo con él, tú dijiste que eso lo hacen las amigas. 
-Vale, cariño, ¿pero los relojes?
-Jo, mami, no te enteras de nada. Pues, ¿no lo ves? -contestó la niña señalando los relojes- que me voy trayendo su tiempo a casa
 

miércoles, 29 de junio de 2011

Madre e hija (y III)


Una tarde, encontramos a nuestra madre agachada detrás de un sofá, con la cabeza entre las rodillas y las manos rodeándole las piernas. Las cortinas del salón estaban corridas y las luces apagadas. El suelo estaba cubierto de hojas rotas de periódicos y el cenicero lleno de colillas de cigarros y chicles. Estaba inmóvil, a excepción de un ligero balanceo, y no hacía ningún ruido.
—¿Qué haces ahí? —preguntó Vicky.
No obtuvo respuesta. Repitió la pregunta y, entonces, nuestra madre se quitó los tapones de los oídos.
—Vues…tra abu…ela ha lla…llama…do.
—Mamá —dije—, eso no es posible.
—Sí, sí que lo es. ¿No ha tenido ya suficiente? Llama y no entiende por qué no quiero hablar con ella. ¿Cómo voy a querer hablar con ella? ¡Pero si está muerta!

         Los días pasaban y su comportamiento irracional iba en aumento: había clavado estampitas de santos y vírgenes en las paredes de todas las habitaciones; se santiguaba delante de cada una de ellas y rezaba algo inteligible. Tampoco nos permitía subir ninguna persiana de la casa ni dar las luces. Además,  llevaba consigo una grabadora y usaba orejeras, que no se quitaba ni para dormir.
         Finalmente, al ver que ningún ritual surtía efecto, mamá cambió el número de teléfono. Aseguraba que un muerto no tendría acceso a la guía telefónica y que, por fin, descansaría.
Ese mismo día, aunque estaba perezosa,  fui a casa de la abuela a recoger la ropa de los armarios y ordenar la cocina porque mamá decía que no tendría fuerza para entrar en aquel lugar.


—Es para ti, mamá —y alargué el brazo para acercarle el teléfono.
—¿Quién es? —preguntó.
—La abuela —dije—. Quiere saber cuándo la visitarás.
Mamá se tomó aquella respuesta como un reto:
—No es posible. No puede saber el número. ¡Que vaya a verla! Esa bruja desea verme muerta. ¡Eso es lo quiere! —gritó, dando patadas y volcando las sillas—. ¡No lo conseguirá! Llevadme ahora mismo al hospital. No puedo más.
         Nuestra madre se tiró al suelo; comenzó a dar vueltas sobre sí misma mientras rezaba un padrenuestro. Vicky llamó al 012 y una ambulancia llegó a la media hora.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó un enfermero.
Vicky se volvió para ayudar a levantarse a mamá. Así que, apoyando la  mano en la espalda del enfermero, le pedí que me acompañara a la cocina. Cogí aire y susurré:
—Cree que recibe llamadas de nuestra abuela muerta.
—¿Y está muerta realmente? —interrogó de nuevo, levantando el bolígrafo del cuaderno de notas.
—No, claro que no. Todavía vive —afirmé.
        

         Me quedé sola en casa (Vicky había acompañado a mamá en la ambulancia). Me tiré al sofá, coloqué mis manos bajo el cuello y respiré muy despacio.  Nuestro plan había finalizado con éxito… o casi, ya que sonó el teléfono.
—Hola, yaya —dije, mordiéndome las uñas.
—¿Y tu madre? Dila que se ponga.
—No puede. La han llevado al hospital.
La abuela se calló un instante. Era raro en ella.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó con tono serio.
—Se ha vuelto loca.
—Sabía que ocurriría. Por comer tanto chicle, ¿verdad?
—No, por tu culpa —colgué el auricular, arranqué el cable de la pared y tiré el teléfono a la basura.
         Por fin. Ahora sí, Vicky y yo disfrutaríamos del silencio de nuestro hogar.

martes, 28 de junio de 2011

Madre e hija (II)

         Cuando entré en casa, mamá estaba gritándole a Vicky, como de costumbre. Le ponía furiosa que mi hermana se pasara veinticuatro horas encerrada en su habitación con tapones en los oídos.
         Dejé las llaves en la mesita de la entrada y me fui directa a buscar a mi hermana. Mamá estaba aporreando la puerta y le caía alguna que otra lágrima por la mejilla.
—Hola, mamá.
Pasé a su lado, mirando de soslayo y me escabullí rápidamente dentro del cuarto. Mamá no se atrevió a seguirme, pero aprovechó el instante para estirar el cuello y echar un vistazo.
—¿Qué tal va todo? —saludé a Vicky apenas hube cerrado de nuevo la puerta—. Ya está preparado.
         Mi hermana se levantó de la cama a toda prisa y bajó el volumen de la cadena de música.
—Cuenta, tía. ¿Qué ha pasado?
—Ya está firmado. Esperamos tres o cuatro días y lo hacemos.
—¡Genial!
         Vicky sonrió  y saltó sobre mí para abrazarme.
         Mamá nos llamó para comer. No habíamos tomado aún la tercera cucharada de sopa sonó el teléfono. Las tres levantamos la cabeza; mi madre suspiró.
—Esa es vuestra abuela. Es la tercera vez que llama hoy. A la hora de la comida, cómo no. ¡Qué querrá ahora! —nos echó una mirada lastimera, pero ambas cogimos la cuchara y bajamos la cabeza hacia los platos. Como en otras ocasiones, mamá tomaría la comida fría.
         Desde hacía años, la abuela la llamaba unas cuatro veces al día. Unas, sólo para que no comiera chicles y reservara cita con el dentista. Otras, para exigirle que fuera con urgencia a plastificar una agenda, comprar bollitos de chocolate o darle una pomada antiinflamatoria. Y cuando estaba más enfadada de lo habitual, se limitaba a insultarla. Mamá cada vez lo llevaba peor: lloraba, gritaba y hablaba sola. Decidió acudir a un psiquiatra que le recomendó Lexatin y le prohibió visitar a la yaya. Mi madre compró la medicina pero desobedeció la orden.
—Esta mujer va a acabar conmigo —dijo, al cortar el teléfono—. No puedo más —y tiró la cuchara de la sopa al fregadero.
―Sí, es bastante inaguantable —dijo Vicky, y añadió—: Como todas las madres.
―¿Te ha dicho que hemos resuelto lo del testamento? ―intenté desviar la conversación.
―Sí. Me ha echado en cara que no la acompañara yo.
―¿Crees que se siente enferma, o algo?
―No lo sé, no lo sé… Siempre se queja de que le duele algo. A saber si será verdad.
―Venga, Ana, vámonos ―interrumpió mi hermana.
―¿Adónde vais a estas horas?
―Por ahí.
         Cuando salíamos oímos el timbre. De  lejos pudimos escuchar a nuestra madre:
―¡Acabas de llamar! ¿Qué sucede ahora?


Pasó una semana y todo continuaba igual: gritos, discusiones, tranquilizantes, lágrimas y nervios. La diferencia era que la abuela ahora incordiaba a mamá siete u ocho veces al día en vez de cuatro. Cuando, por este motivo, mamá sufría ataques de ira o de ansiedad mi hermana y yo subíamos el volumen de la televisión y nos acercábamos a la pantalla; algunas veces, empujábamos a mamá fuera del salón y cerrábamos la puerta.
En una de estas crisis nos encontrábamos cuando, una vez más, sonó el  teléfono. Mi hermana y yo meneamos la cabeza en un gesto negativo. Mamá se metió un chicle en la boca y contestó. Se limitaba a responder «sí» o «no» a cada una de las mil preguntas de la abuela y cada tanto separaba el auricular de la oreja. Finalmente, resopló y colgó sin despedirse. Se dirigió a la entrada y la seguimos en silencio, igual que sombras; cogió las llaves de la mesilla y se marchó dando un portazo. Vicky y yo sonreímos y regresamos al salón.
Mamá dio por terminada la fuga cuatro horas después, cerca de las diez de la noche. Cuando entró, me encontró sollozando en la cocina.
—¿Qué te pasa?
—La yaya… la yaya —contesté mientras me sonaba la nariz.
—¿Qué ocurre? Dime algo… ¡Me estás asustando! —me chilló mientras cogía una silla y se sentaba.
—Han llamado… sufrió un infarto. Lo siento, mamá. Ha muerto.
Aunque rompió a llorar, paró de repente al atragantarse con el chicle que tenía en la boca. La cogí la mano y le dije que no se preocupara; Vicky arreglaría todo: recogería las cenizas y las llevaría a pueblo, como la abuela Eulalia deseaba; yo, por otro lado, había hablado con su psicólogo, quien había aconsejado firmemente que mamá no acudiera al tanatorio. Debía cuidarse si no quería sufrir un infarto también o ser internada en un psiquiátrico. Al principio, le pareció imperdonable no asistir, pero después de sentir un dolor en el pecho decidió permanecer en casa. Durante un par de días mantuvimos descolgado el teléfono para asegurarnos de que nadie nos molestase.

¿Os está gustando? Espero que aguantéis la intriga. Mañana... ¡el final! 

lunes, 27 de junio de 2011

Madre e hija (I)


Mi abuela Eulalia redactó un testamento breve y claro: por una parte, deseaba ser incinerada junto con sus ahorros, sus joyas y sus pieles; por otra, quería que trasladaran la urna a su pueblo, lejos de las víboras de su familia y vecinos. No hablaba apenas con nadie: clasificaba a casi toda la gente en demonios, brujas, alcohólicos o prostitutas. Además, aunque la abuela había sido creyente toda su vida, renunciaba a una ceremonia religiosa («Dios se ha portado mal conmigo», aseguró al notario).
Mamá, que de sólo ver a la abuela sufría taquicardias y ataques de ansiedad, había declinado acompañarla aquel día a arreglar los papeles, delegando en mí la tarea. No me sorprendió, entonces, que la yaya le diera en herencia únicamente su piso —un pequeño apartamento con las paredes llenas de grietas y plagado de cucarachas— («Y únicamente porque la ley lo ordena, que si no…»)
El notario carraspeó al escuchar los particulares comentarios de mi abuela y yo no pude más que soltar una risa tonta, mientras fingía mirar por la ventana. De cualquier modo, debo reconocerlo, esas condiciones nos facilitaron a mi hermana y a mí los preparativos.
         Cuando se terminaron de firmar los papeles, nos dirigimos al coche. La yaya se colocó, como una marquesa, en el asiento trasero. La observé por el espejo retrovisor: al rato, tenía los ojos cerrados y daba cabezadas.
Yo no dejaba de preguntarme cómo una señora con la cabeza pequeña y ovalada, la nariz chata, una sonrisa inocente fija en su cara y aquel olor a jabón de lilas podía tener tan mal carácter. Estaba sola desde hacía mucho tiempo; al quedarse embarazada, el abuelo la engañó con la vendedora de la tienda de golosinas. Cuando lo descubrió, intentó enfrentarse a laotra, como la llamaba desde el incidente, pero la amante vendió su negocio y huyó con mi abuelo a Cáceres.
La abuela quiso vengarse. Cuando nuestra madre empezó a crecer le prohibió comer caramelos;  después, a partir de los siete años, no le permitió ir a cumpleaños de sus compañeras de clase ni celebrar el suyo propio si pretendía regalar bolsas de chucherías.
         Aparqué en la puerta, en doble fila, y la ayudé a salir del coche.
—Ese notario no paraba de masticar chicle —dijo—. Qué asco. Dile a tu madre que no compre chicles; se va a quedar sin dientes. No pueden ser buenos, algo tienen… Por cierto, ¿cuándo va a venir por aquí?  —preguntó mientras buscaba las llaves del portal.
—No lo sé, abuela. Pregúntale a ella. Tengo que irme. Adiós  —y arranqué el coche sin dar más explicaciones.
         Me apresuré para llegar cuanto antes a casa y contarle a Vicky las novedades. Mi hermana y yo anhelábamos disfrutar, como cualquier familia normal, de un tiempo de silencio, al menos, en nuestro propio hogar. Sin embargo, las llamadas de la abuela y los constantes gritos de mamá habían convertido la tranquilidad en  casa en algo difícil, sino imposible, de alcanzar. Ahora, en cambio, el testamento de la abuela nos permitiría poner en marcha el plan que teníamos en mente desde hacía cinco meses. 

continuará... ¿qué crees que ocurrirá?       

viernes, 3 de junio de 2011

El misterioso accidente casero

Es viernes pero podría ser otro día. Daría igual. Una croqueta pegada a un calcetín es una croqueta pegada a un calcetín. Y este el motivo del post de hoy: narraros un curioso accidente casero. Creo que son de esas tonterías que a todo el mundo les pasa pero que nadie cuenta por vergüenza.

Pero, tranquilas, ¡estoy bien! La magnitud del accidente ha sido escasa, no tanto, las preguntas surgidas a raíz de él y la falta de respuesta a tal insólito acontecimiento.

Ayer, al mediodía, freí unas croquetas, 7 para ser exactas. Decidí comerlas sentadas en el sofá, mientras veía una película: Deliciosa Martha (coincidencia que el ambiente sea el mundo culinario). Llevé, en un plato, de la cocina al salón, las croquetas y las dejé sobre la mesa. ¡Estaban ardiendo! por lo que decidí ir al baño a hacer pis y lavarme las manos; antes de sentarme, pasé por la cocina a por una servilleta que había olvidado. Después de esto, me senté y me quité las zapatillas de estar por casa para repanchingarme en el sofá y, en ese instante, me di cuenta, de que había olvidado la botellita de agua. Me levanté y me pusé de nuevo las alpargatas. Dado que estaba resfriada no quería ponerme peor yendo descalza por la casa. Y, ¡oh!, de repente, empecé a sentir un calor abrasador en el pie derecho. Tardé en reaccionar porque estaba preguntándome: ¿por qué me quema el pie derecho y no el izquierdo? ¿pero deberían quemarme los 2? Nooooo! y entonces saqué corriendo el pie de la zapatilla asustada.

Miré y allí estaba. Un 90% de croqueta aplastada sobre la zapatilla y un 10% sobre el calcetín. No podía entenderlo. ¿Cómo había llegado allí esa croqueta? ¿En qué momento? Yo no había notado que aplastara algo blandito, sólo mucho calor. Conté las croquetas del plato y, efectivamente, ya sólo había 6. Volví a mirar la croqueta de la zapatilla. Bueno, al menos, se había aplastado con clase pero eso sí, una croqueta menos para el buche, jo.

Al final, decidí mantener la calma. Puse la peli y me comí las croquetas que quedaban (me quité antes el calcetín pringado). Después de comer, y ya con la croqueta de la zapatilla fría, la arranqué de ahí y la tiré a la basura (la croqueta, las zapatillas y el calcetín están en la lavadora).

Le conté el mismo asqueroso acontecimiento a mi madre en busca de respuestas pero no llegamos a ninguna conclusión de por qué la croqueta había ido a parar allí. ¿En qué momento se cayó? Si yo antes me había levantado y todo estaba bien...ningún objeto extraño dentro de mi zapatilla.

Y esta es la misteriosa historia de la croqueta casera con jamón.

martes, 24 de mayo de 2011

Tengo, no tengo

Carolina llevaba dos semanas triste, desde que había comenzado el colegio. Ni su hermana mayor, ni su abuela paterna, ni su profesora de inglés, ni su peor enemiga del colegio, ni su gata Pizca conocían el motivo.

Incluso, otras personas cuando le veían le preguntaban:
-¿Por qué estás triste? ¿Has visto qué casa tan grande tienes? -le decía el vecino de al lado.
Y Carolina se encogía de hombros sin más.
-¿Por qué estás triste? ¡Si tienes un montón de juguetes! -le decía la pastelera cuando iba a comprar pan.
Y Carolina se encogía de hombros sin más.
-¿Por qué estás triste? ¡Si tienes dinero para comprarte todas las golosinas que quieras!- le comentaba su padre.
-Y Carolina se encogía de hombros sin más.
-¿Por qué estás triste? ¡Si puedes ver películas en el coche cuando vas de viaje! -le decía la adolescente que la cuidaba a ella y sus hermanos algunas noches.
-Esta niña, tiene de todo y no para de quejarse -apostilló su madre. 
-Y Carolina salió corriendo a esconderse en su habitación.


Un día, Álvaro, su hermano pequeño, se acercó a su hermana mediana y le preguntó:
-¿Qué te pasa Carolina? -y se quedó callado, escuchando, esperando la respuesta de ella.
-Todo el mundo me dice que tengo de todo pero no se dan cuenta de que no tengo cosquillas.

sábado, 19 de febrero de 2011

Cuento: Las jiralletas

Érase una vez una granja en la que vivían unos animales peculiares: las jiralletas. Se habían convertido en la atracción del pueblo y todos los niños y niñas les pedían a sus padres que les llevaran a merendar allí; todos ansiaban tomar las galletas en forma de mancha que producían las jiralletas.

Se produjo un caos en el supermercado del pueblo. Las estanterías rebosaban de botes de Nocilla, bollos y cualquier otro tipo de dulce. Ya no se vendían. Todas las familias se reunían, después del colegio en la granja y veían como sus hijos o hijas disfrutaban de un alimento natural al que acompañaban de leche de vaca recién ordeñada.

El supermercado decidió lanzar una campaña de ofertas en productos de bollería y galletas pero no obtuvo éxito. Todos los productos acabaron caducando o pudriéndose.

Los más pequeños ahora disfrutaban en la granja, al aire libre con las jiralletas y conociendo otros animales interesantes que, hasta el momento, para ellos resultaban exóticos como: el cerdo, la gallina, el caballo, la oveja y la vaca.

sábado, 5 de febrero de 2011

Microrrelato: Nuevos tiempos

―Carla, tráeme una cerveza cuando vayas a la cocina ―le exige Enrique, su marido.
Ella no responde y continúa observando el desagüe, que se traga el agua sucia de la palangana.
             ―Hija, cuando puedas, tráeme alguna revista para leer ―le pide su madre.
            ―Esa cerveza, amor.
―¡Estoy harta! ―se dice Carla a sí misma. Mira detenidamente el agujero negro que absorbe, sin preguntar, jabón, pelos, incluso, sueños. Porque eso piensa. Que sus ilusiones se las has tragado un mundo desigual.
            ―Maaaaami, se ha roto el coche ―grita Ana, la hija pequeña.
            ―Mamá ―le dice Iván tirando de su chaqueta― vete con tus amigas. En realidad, podemos arreglárnoslas solos.
            Carla sonríe. Quizás haya sido capaz de poner el tapón a tiempo.

domingo, 30 de enero de 2011

Cuento: El igloo

Cuenta una vieja leyenda que, hace cientos de años, en el centro de un bosque de abedules unos carceleros habían construido un igloo. En el igloo, según los habitantes del pueblo más cercano,  se encontraba encerrada una mujer acusada de saber escribir buenos cuentos. 

Todos los años la gente del pueblo asistía a un perigrinaje de hombres valerosos e intrépidos que acudían al lugar seguros de conseguir la liberación de la mujer. Pero todos regresaban y comentaban sorprendidos que ni el fuego había conseguido derretir el hielo ni los picos abrir un agujero.

Cuenta también la leyenda que un año, no hace mucho tiempo, se adentró en el bosque una niña con tan sólo un libro viejo y desgastado. Se sentó al lado del igloo y comenzó a leer. A medida que el cuento avanzaba, caían pequeñas gotas del igloo. Poco a poco el hielo se hacía más débil y se transformaba en agua. Cuando la niña terminó de leer el cuento, el igloo había desaparecido y sobre un gran charco de agua se levantó una mujer y dijo: -Gracias. Has traído mis cuentos.

sábado, 29 de enero de 2011

Cuento: El disfraz

Había una vez un niño que, desde el primer día de colegio, acudía disfrazado de Spiderman a clase.
-Mario, ¿por qué vienes a clase vestido así? No es carnaval- le preguntaban el resto de niños y niñas y, seguidamente, se echaban a reír.
-Mario, ¿por qué vienes a clase vestido así? Al menos, quítate la máscara para que veamos tu cara- le preguntaba la maestra.
-Mario, ¿por qué vas a clase vestido así? Mira que ropa más bonita te hemos comprado- le comentaban su madre y su padre arrepentidos de haberle regalado aquel disfraz.


Pero Mario nunca respondía ni le importaban lo que pensaran los demás. Y pasó octubre, noviembre, diciembre y enero y Mario continuaba con su disfraz. En clase todo el mundo se había acostumbrado y ya nadie le prestaba atención.


Llego la semana de carnaval y el viernes todos fueron disfrazados para celebrar una gran fiesta. Aquella mañana Mario salió corriendo de casa, sin esperar siquiera a que sus padres se levantaran porque quería ser el primero en llegar al cole. ¡Adoraba las fiestas de disfraces!


- ¿Y tú quién eres? ¿Por qué no vas disfrazado? -le preguntaban sus compañeros.
- Soy Spiderman. Y si voy disfrazado... ¡de Mario!
-¿Y tú quién eres? ¿Eres nuevo? ¿Por qué no vas disfrazado? -le preguntaba la maestra.
-Soy Spiderman. Y sí que voy disfrazado... ¡de Mario!

Después de clase, como cada viernes, el padre de Mario le esperaba en el coche para recogerle y visitar a su abuelita.
-Ey, chaval, ¿qué haces? Sal del coche -dijo el padre de Mario al ver a entrar a Mario- Estoy esperando a mi hijo.
-Hola papá. Soy yo. ¿Te gusta mi disfraz?



domingo, 23 de enero de 2011

Cuento: Sobre un hombre y un país


El 3 de mayo de 2005 llegó a La Anchura, un país chiquitito, un gran hombre; los 695 habitantes estaban tan obnubilados con su aparición que le regalaron una cesta con pasteles, pastas y bombones.
A los dos días, los ciudadanos se reunieron en consejo y aprobaron por mayoría que aquel hombre era un poquito más gran hombre de lo que habían creído al principio. Por este motivo, en agradecimiento a su presencia en sus tierras le obsequiaron con un jamón serrano, un queso curado de oveja y un chorizo ibérico.
Pasaron siete días y la gente de aquel lugar se agolpaba en corros en la plaza principal para hablar y cotejar sus opiniones. Todos acordaron que no habían sido lo suficiente amables y atentos con la venida del gran hombre así que entre todos pusieron un bote en el bar El Dinero y le homenajearon con una cena que consistía en: entrantes de ibéricos, marisco, y croquetas. Después lubina al horno y cordero asado. Y de postre: tarta de chocolate con helado de nata.
Después de un mes, los ciudadanos de La Anchura continuaban reuniéndose en corrillo; pero en esta ocasión tomaron una decisión bastante distinta de las aprobadas hasta el momento: ampliar sus fronteras ya que advirtieron que no tenían un gran hombre sino simplemente un hombre grande.

sábado, 22 de enero de 2011

Cuento: La niña del quinto y los escalones


El portero observaba curioso todas las tardes a la niña del quinto. La niña del quinto miraba con precaución al portero que con ojos inquisitorios subía las escaleras detrás de ella y después se marchaba sin decir nada.
Pero una tarde de jueves que el portero siguió, como de costumbre, a la niña del quinto, se atrevió a preguntarla:
- Niña, ¿por qué subes andando si el ascensor no está estropeado?
- Sesenta y cuatro, sesenta y cinco... No me interrumpa señor Cándido, que voy a perder la cuenta. Sesenta y seis, sesenta y siete -continuó la niña ensimismada.
- Pero niña, ¿por qué cuentas todas las tardes los escalones?
- Señor Cándido -la niña se giró, frunció el ceño hasta formar casi una "v" perfecta y apoyó sus manos en la cintura- , le prometí a mi mamá que nadie nos robaría los escalones.