martes, 28 de junio de 2011

Madre e hija (II)

         Cuando entré en casa, mamá estaba gritándole a Vicky, como de costumbre. Le ponía furiosa que mi hermana se pasara veinticuatro horas encerrada en su habitación con tapones en los oídos.
         Dejé las llaves en la mesita de la entrada y me fui directa a buscar a mi hermana. Mamá estaba aporreando la puerta y le caía alguna que otra lágrima por la mejilla.
—Hola, mamá.
Pasé a su lado, mirando de soslayo y me escabullí rápidamente dentro del cuarto. Mamá no se atrevió a seguirme, pero aprovechó el instante para estirar el cuello y echar un vistazo.
—¿Qué tal va todo? —saludé a Vicky apenas hube cerrado de nuevo la puerta—. Ya está preparado.
         Mi hermana se levantó de la cama a toda prisa y bajó el volumen de la cadena de música.
—Cuenta, tía. ¿Qué ha pasado?
—Ya está firmado. Esperamos tres o cuatro días y lo hacemos.
—¡Genial!
         Vicky sonrió  y saltó sobre mí para abrazarme.
         Mamá nos llamó para comer. No habíamos tomado aún la tercera cucharada de sopa sonó el teléfono. Las tres levantamos la cabeza; mi madre suspiró.
—Esa es vuestra abuela. Es la tercera vez que llama hoy. A la hora de la comida, cómo no. ¡Qué querrá ahora! —nos echó una mirada lastimera, pero ambas cogimos la cuchara y bajamos la cabeza hacia los platos. Como en otras ocasiones, mamá tomaría la comida fría.
         Desde hacía años, la abuela la llamaba unas cuatro veces al día. Unas, sólo para que no comiera chicles y reservara cita con el dentista. Otras, para exigirle que fuera con urgencia a plastificar una agenda, comprar bollitos de chocolate o darle una pomada antiinflamatoria. Y cuando estaba más enfadada de lo habitual, se limitaba a insultarla. Mamá cada vez lo llevaba peor: lloraba, gritaba y hablaba sola. Decidió acudir a un psiquiatra que le recomendó Lexatin y le prohibió visitar a la yaya. Mi madre compró la medicina pero desobedeció la orden.
—Esta mujer va a acabar conmigo —dijo, al cortar el teléfono—. No puedo más —y tiró la cuchara de la sopa al fregadero.
―Sí, es bastante inaguantable —dijo Vicky, y añadió—: Como todas las madres.
―¿Te ha dicho que hemos resuelto lo del testamento? ―intenté desviar la conversación.
―Sí. Me ha echado en cara que no la acompañara yo.
―¿Crees que se siente enferma, o algo?
―No lo sé, no lo sé… Siempre se queja de que le duele algo. A saber si será verdad.
―Venga, Ana, vámonos ―interrumpió mi hermana.
―¿Adónde vais a estas horas?
―Por ahí.
         Cuando salíamos oímos el timbre. De  lejos pudimos escuchar a nuestra madre:
―¡Acabas de llamar! ¿Qué sucede ahora?


Pasó una semana y todo continuaba igual: gritos, discusiones, tranquilizantes, lágrimas y nervios. La diferencia era que la abuela ahora incordiaba a mamá siete u ocho veces al día en vez de cuatro. Cuando, por este motivo, mamá sufría ataques de ira o de ansiedad mi hermana y yo subíamos el volumen de la televisión y nos acercábamos a la pantalla; algunas veces, empujábamos a mamá fuera del salón y cerrábamos la puerta.
En una de estas crisis nos encontrábamos cuando, una vez más, sonó el  teléfono. Mi hermana y yo meneamos la cabeza en un gesto negativo. Mamá se metió un chicle en la boca y contestó. Se limitaba a responder «sí» o «no» a cada una de las mil preguntas de la abuela y cada tanto separaba el auricular de la oreja. Finalmente, resopló y colgó sin despedirse. Se dirigió a la entrada y la seguimos en silencio, igual que sombras; cogió las llaves de la mesilla y se marchó dando un portazo. Vicky y yo sonreímos y regresamos al salón.
Mamá dio por terminada la fuga cuatro horas después, cerca de las diez de la noche. Cuando entró, me encontró sollozando en la cocina.
—¿Qué te pasa?
—La yaya… la yaya —contesté mientras me sonaba la nariz.
—¿Qué ocurre? Dime algo… ¡Me estás asustando! —me chilló mientras cogía una silla y se sentaba.
—Han llamado… sufrió un infarto. Lo siento, mamá. Ha muerto.
Aunque rompió a llorar, paró de repente al atragantarse con el chicle que tenía en la boca. La cogí la mano y le dije que no se preocupara; Vicky arreglaría todo: recogería las cenizas y las llevaría a pueblo, como la abuela Eulalia deseaba; yo, por otro lado, había hablado con su psicólogo, quien había aconsejado firmemente que mamá no acudiera al tanatorio. Debía cuidarse si no quería sufrir un infarto también o ser internada en un psiquiátrico. Al principio, le pareció imperdonable no asistir, pero después de sentir un dolor en el pecho decidió permanecer en casa. Durante un par de días mantuvimos descolgado el teléfono para asegurarnos de que nadie nos molestase.

¿Os está gustando? Espero que aguantéis la intriga. Mañana... ¡el final! 

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