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miércoles, 29 de junio de 2011

Madre e hija (y III)


Una tarde, encontramos a nuestra madre agachada detrás de un sofá, con la cabeza entre las rodillas y las manos rodeándole las piernas. Las cortinas del salón estaban corridas y las luces apagadas. El suelo estaba cubierto de hojas rotas de periódicos y el cenicero lleno de colillas de cigarros y chicles. Estaba inmóvil, a excepción de un ligero balanceo, y no hacía ningún ruido.
—¿Qué haces ahí? —preguntó Vicky.
No obtuvo respuesta. Repitió la pregunta y, entonces, nuestra madre se quitó los tapones de los oídos.
—Vues…tra abu…ela ha lla…llama…do.
—Mamá —dije—, eso no es posible.
—Sí, sí que lo es. ¿No ha tenido ya suficiente? Llama y no entiende por qué no quiero hablar con ella. ¿Cómo voy a querer hablar con ella? ¡Pero si está muerta!

         Los días pasaban y su comportamiento irracional iba en aumento: había clavado estampitas de santos y vírgenes en las paredes de todas las habitaciones; se santiguaba delante de cada una de ellas y rezaba algo inteligible. Tampoco nos permitía subir ninguna persiana de la casa ni dar las luces. Además,  llevaba consigo una grabadora y usaba orejeras, que no se quitaba ni para dormir.
         Finalmente, al ver que ningún ritual surtía efecto, mamá cambió el número de teléfono. Aseguraba que un muerto no tendría acceso a la guía telefónica y que, por fin, descansaría.
Ese mismo día, aunque estaba perezosa,  fui a casa de la abuela a recoger la ropa de los armarios y ordenar la cocina porque mamá decía que no tendría fuerza para entrar en aquel lugar.


—Es para ti, mamá —y alargué el brazo para acercarle el teléfono.
—¿Quién es? —preguntó.
—La abuela —dije—. Quiere saber cuándo la visitarás.
Mamá se tomó aquella respuesta como un reto:
—No es posible. No puede saber el número. ¡Que vaya a verla! Esa bruja desea verme muerta. ¡Eso es lo quiere! —gritó, dando patadas y volcando las sillas—. ¡No lo conseguirá! Llevadme ahora mismo al hospital. No puedo más.
         Nuestra madre se tiró al suelo; comenzó a dar vueltas sobre sí misma mientras rezaba un padrenuestro. Vicky llamó al 012 y una ambulancia llegó a la media hora.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó un enfermero.
Vicky se volvió para ayudar a levantarse a mamá. Así que, apoyando la  mano en la espalda del enfermero, le pedí que me acompañara a la cocina. Cogí aire y susurré:
—Cree que recibe llamadas de nuestra abuela muerta.
—¿Y está muerta realmente? —interrogó de nuevo, levantando el bolígrafo del cuaderno de notas.
—No, claro que no. Todavía vive —afirmé.
        

         Me quedé sola en casa (Vicky había acompañado a mamá en la ambulancia). Me tiré al sofá, coloqué mis manos bajo el cuello y respiré muy despacio.  Nuestro plan había finalizado con éxito… o casi, ya que sonó el teléfono.
—Hola, yaya —dije, mordiéndome las uñas.
—¿Y tu madre? Dila que se ponga.
—No puede. La han llevado al hospital.
La abuela se calló un instante. Era raro en ella.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó con tono serio.
—Se ha vuelto loca.
—Sabía que ocurriría. Por comer tanto chicle, ¿verdad?
—No, por tu culpa —colgué el auricular, arranqué el cable de la pared y tiré el teléfono a la basura.
         Por fin. Ahora sí, Vicky y yo disfrutaríamos del silencio de nuestro hogar.

martes, 28 de junio de 2011

Madre e hija (II)

         Cuando entré en casa, mamá estaba gritándole a Vicky, como de costumbre. Le ponía furiosa que mi hermana se pasara veinticuatro horas encerrada en su habitación con tapones en los oídos.
         Dejé las llaves en la mesita de la entrada y me fui directa a buscar a mi hermana. Mamá estaba aporreando la puerta y le caía alguna que otra lágrima por la mejilla.
—Hola, mamá.
Pasé a su lado, mirando de soslayo y me escabullí rápidamente dentro del cuarto. Mamá no se atrevió a seguirme, pero aprovechó el instante para estirar el cuello y echar un vistazo.
—¿Qué tal va todo? —saludé a Vicky apenas hube cerrado de nuevo la puerta—. Ya está preparado.
         Mi hermana se levantó de la cama a toda prisa y bajó el volumen de la cadena de música.
—Cuenta, tía. ¿Qué ha pasado?
—Ya está firmado. Esperamos tres o cuatro días y lo hacemos.
—¡Genial!
         Vicky sonrió  y saltó sobre mí para abrazarme.
         Mamá nos llamó para comer. No habíamos tomado aún la tercera cucharada de sopa sonó el teléfono. Las tres levantamos la cabeza; mi madre suspiró.
—Esa es vuestra abuela. Es la tercera vez que llama hoy. A la hora de la comida, cómo no. ¡Qué querrá ahora! —nos echó una mirada lastimera, pero ambas cogimos la cuchara y bajamos la cabeza hacia los platos. Como en otras ocasiones, mamá tomaría la comida fría.
         Desde hacía años, la abuela la llamaba unas cuatro veces al día. Unas, sólo para que no comiera chicles y reservara cita con el dentista. Otras, para exigirle que fuera con urgencia a plastificar una agenda, comprar bollitos de chocolate o darle una pomada antiinflamatoria. Y cuando estaba más enfadada de lo habitual, se limitaba a insultarla. Mamá cada vez lo llevaba peor: lloraba, gritaba y hablaba sola. Decidió acudir a un psiquiatra que le recomendó Lexatin y le prohibió visitar a la yaya. Mi madre compró la medicina pero desobedeció la orden.
—Esta mujer va a acabar conmigo —dijo, al cortar el teléfono—. No puedo más —y tiró la cuchara de la sopa al fregadero.
―Sí, es bastante inaguantable —dijo Vicky, y añadió—: Como todas las madres.
―¿Te ha dicho que hemos resuelto lo del testamento? ―intenté desviar la conversación.
―Sí. Me ha echado en cara que no la acompañara yo.
―¿Crees que se siente enferma, o algo?
―No lo sé, no lo sé… Siempre se queja de que le duele algo. A saber si será verdad.
―Venga, Ana, vámonos ―interrumpió mi hermana.
―¿Adónde vais a estas horas?
―Por ahí.
         Cuando salíamos oímos el timbre. De  lejos pudimos escuchar a nuestra madre:
―¡Acabas de llamar! ¿Qué sucede ahora?


Pasó una semana y todo continuaba igual: gritos, discusiones, tranquilizantes, lágrimas y nervios. La diferencia era que la abuela ahora incordiaba a mamá siete u ocho veces al día en vez de cuatro. Cuando, por este motivo, mamá sufría ataques de ira o de ansiedad mi hermana y yo subíamos el volumen de la televisión y nos acercábamos a la pantalla; algunas veces, empujábamos a mamá fuera del salón y cerrábamos la puerta.
En una de estas crisis nos encontrábamos cuando, una vez más, sonó el  teléfono. Mi hermana y yo meneamos la cabeza en un gesto negativo. Mamá se metió un chicle en la boca y contestó. Se limitaba a responder «sí» o «no» a cada una de las mil preguntas de la abuela y cada tanto separaba el auricular de la oreja. Finalmente, resopló y colgó sin despedirse. Se dirigió a la entrada y la seguimos en silencio, igual que sombras; cogió las llaves de la mesilla y se marchó dando un portazo. Vicky y yo sonreímos y regresamos al salón.
Mamá dio por terminada la fuga cuatro horas después, cerca de las diez de la noche. Cuando entró, me encontró sollozando en la cocina.
—¿Qué te pasa?
—La yaya… la yaya —contesté mientras me sonaba la nariz.
—¿Qué ocurre? Dime algo… ¡Me estás asustando! —me chilló mientras cogía una silla y se sentaba.
—Han llamado… sufrió un infarto. Lo siento, mamá. Ha muerto.
Aunque rompió a llorar, paró de repente al atragantarse con el chicle que tenía en la boca. La cogí la mano y le dije que no se preocupara; Vicky arreglaría todo: recogería las cenizas y las llevaría a pueblo, como la abuela Eulalia deseaba; yo, por otro lado, había hablado con su psicólogo, quien había aconsejado firmemente que mamá no acudiera al tanatorio. Debía cuidarse si no quería sufrir un infarto también o ser internada en un psiquiátrico. Al principio, le pareció imperdonable no asistir, pero después de sentir un dolor en el pecho decidió permanecer en casa. Durante un par de días mantuvimos descolgado el teléfono para asegurarnos de que nadie nos molestase.

¿Os está gustando? Espero que aguantéis la intriga. Mañana... ¡el final! 

lunes, 27 de junio de 2011

Madre e hija (I)


Mi abuela Eulalia redactó un testamento breve y claro: por una parte, deseaba ser incinerada junto con sus ahorros, sus joyas y sus pieles; por otra, quería que trasladaran la urna a su pueblo, lejos de las víboras de su familia y vecinos. No hablaba apenas con nadie: clasificaba a casi toda la gente en demonios, brujas, alcohólicos o prostitutas. Además, aunque la abuela había sido creyente toda su vida, renunciaba a una ceremonia religiosa («Dios se ha portado mal conmigo», aseguró al notario).
Mamá, que de sólo ver a la abuela sufría taquicardias y ataques de ansiedad, había declinado acompañarla aquel día a arreglar los papeles, delegando en mí la tarea. No me sorprendió, entonces, que la yaya le diera en herencia únicamente su piso —un pequeño apartamento con las paredes llenas de grietas y plagado de cucarachas— («Y únicamente porque la ley lo ordena, que si no…»)
El notario carraspeó al escuchar los particulares comentarios de mi abuela y yo no pude más que soltar una risa tonta, mientras fingía mirar por la ventana. De cualquier modo, debo reconocerlo, esas condiciones nos facilitaron a mi hermana y a mí los preparativos.
         Cuando se terminaron de firmar los papeles, nos dirigimos al coche. La yaya se colocó, como una marquesa, en el asiento trasero. La observé por el espejo retrovisor: al rato, tenía los ojos cerrados y daba cabezadas.
Yo no dejaba de preguntarme cómo una señora con la cabeza pequeña y ovalada, la nariz chata, una sonrisa inocente fija en su cara y aquel olor a jabón de lilas podía tener tan mal carácter. Estaba sola desde hacía mucho tiempo; al quedarse embarazada, el abuelo la engañó con la vendedora de la tienda de golosinas. Cuando lo descubrió, intentó enfrentarse a laotra, como la llamaba desde el incidente, pero la amante vendió su negocio y huyó con mi abuelo a Cáceres.
La abuela quiso vengarse. Cuando nuestra madre empezó a crecer le prohibió comer caramelos;  después, a partir de los siete años, no le permitió ir a cumpleaños de sus compañeras de clase ni celebrar el suyo propio si pretendía regalar bolsas de chucherías.
         Aparqué en la puerta, en doble fila, y la ayudé a salir del coche.
—Ese notario no paraba de masticar chicle —dijo—. Qué asco. Dile a tu madre que no compre chicles; se va a quedar sin dientes. No pueden ser buenos, algo tienen… Por cierto, ¿cuándo va a venir por aquí?  —preguntó mientras buscaba las llaves del portal.
—No lo sé, abuela. Pregúntale a ella. Tengo que irme. Adiós  —y arranqué el coche sin dar más explicaciones.
         Me apresuré para llegar cuanto antes a casa y contarle a Vicky las novedades. Mi hermana y yo anhelábamos disfrutar, como cualquier familia normal, de un tiempo de silencio, al menos, en nuestro propio hogar. Sin embargo, las llamadas de la abuela y los constantes gritos de mamá habían convertido la tranquilidad en  casa en algo difícil, sino imposible, de alcanzar. Ahora, en cambio, el testamento de la abuela nos permitiría poner en marcha el plan que teníamos en mente desde hacía cinco meses. 

continuará... ¿qué crees que ocurrirá?