jueves, 1 de marzo de 2012

Cambios

Su madre le recalcaba continuamente lo mal que hacía las cosas. No sabía planchar, no sabía cocinar, no sabía cuidar a un bebé, no sabía comprar, no sabía nada de la prensa del corazón, ni siquiera sabía votar en unas elecciones al partido adecuado.

Nora miró a su madre, como siempre, en silencio, al entrecejo. Cerró su libró, se levantó de la silla y se marchó. Siempre la misma historia. 

Y que sabría ella de lo duro que resultaba estudiar, trabajar en becas de mierda que quizás te dieran la oportunidad de acceder a un trabajo igual de mierda pero con cotización a la Seguridad Social. Y qué sabría ella de lo que costaba llegar a fin de mes, de la buena música, de las huelgas, de entrenar duro para terminar una carrera entre las 100 primeras, del arte, del teatro, de los libros, sobre todo, de los libros. ¿No se había dado cuenta de que nadie leía? Y si lo hacían, basura. Nos quieren hacer odiar los libros, prohibirlos, como en Fahrenheit 451, pero ella no lo veía.

Parecía que, a veces, podrían conseguirlo. Quitar la ilusión, las ganas de seguir adelante. Pero continuará leyendo, aunque le pusieran trabas, aunque los libros sean caros, aunque a las bibliotecas no les permitan la adquisición de novedades, aunque exista la TV, aunque no funcione la luz de los autobuses por la mañana (cuando aún no ha amanecido). 


Y sería crítica, con el mundo y con ella.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Cuento: los relojes

Érase una vez, en un lugar muy muy cercano, una niña que tenía su habitación llena de  relojes y tan sólo uno era suyo.

Cada mañana, antes de marchar al colegio, los revisaba uno a uno y comproba que todos funcionaran. Los observaba con la mirada fija, como aquel día de la excursión a la Granja Escuela que pasó dos horas pendiente de captar  el momento en que se rompiera el cascarón y saliera un pollito del huevo.

Tanto era el cariño que los tenía, que también todas las tardes, después de merendar, los colocaba y recolocaba pensando cuál podría ser la mejor manera de mostrarlos. A veces, le gustaba tenerlos ordenados por los dibujos de los relojes. Por ejemplo, juntaba todos los de superheroes, por un lado, los que llevaban la cara de deportistas, por otro; otras veces, los separaba según fuera analógicos o digitales; en otras tantas ocasiones, por colores y finalmente, por la fecha de adquisición. Esta última clasificación era la que más carácter sentimental tenía para la niña ya que le hacía recordar los momentos junto al anterior dueño de los relojes.

 La madre de la niña, como mujer observadora y conocedora de su hija y de las compras que relizaba se dio cuenta de que en aquella habitación estaba sucendiendo algo extraño.

-Cariño, ¿por qué tienes tantos relojes?
-Mami, ¿te acuerdas del niño moreno de ojos negros?
-Sí, aquel que vino a dejarte los deberes del colegio cuando estuviste enferma.
-Pues, mami, me gusta, y yo quiero compartir el tiempo con él, tú dijiste que eso lo hacen las amigas. 
-Vale, cariño, ¿pero los relojes?
-Jo, mami, no te enteras de nada. Pues, ¿no lo ves? -contestó la niña señalando los relojes- que me voy trayendo su tiempo a casa
 

jueves, 28 de julio de 2011

Rebelde con causa

Porque el banco te cobra los recibos o las entradas compradas por Internet al instante pero a la hora de devolverte un importe duplicado, tarda dos días.
Porque la gente te dice cómo vestirte para una cita, cómo comportarte y lo que te tiene que gustar.
Porque las empresas de telefonía móvil te timan.
Porque en el trabajo te explotan.
Porque el mundo está hecho para los consumistas.
Porque no puedes comprarte ni alquilar una casa.
Porque luchas contra los clichés y los tópicos.
Porque no venden alimentos pensados para una persona.
Porque los tampones están considerados productos de lujo.
Porque esperan que seas lo que tienes que ser y no lo que deseas ser.
Porque no te entienden.
Porque no les entiendes.
Porque ahorrar cuesta dinero.
Porque te rebelas.
Porque si te rebelas, sufres.

miércoles, 27 de julio de 2011

De qué se habla en el libro... La amante inglesa

La amante inglesa de Marguerite Duras nos adentra en la vida de Viorne, un pequeño pueblo francés donde se acaba de cometer un asesinato. A través de tres puntos de vista diferentes: sus conocidos, su marido y ella misma  intentaremos hacernos una idea de la personalidad de la supuesta asesina y los motivos que le llevaron a cometer el crímen. ¿Queréis conocer ante qué tipo de persona nos encontramos?

miércoles, 29 de junio de 2011

Madre e hija (y III)


Una tarde, encontramos a nuestra madre agachada detrás de un sofá, con la cabeza entre las rodillas y las manos rodeándole las piernas. Las cortinas del salón estaban corridas y las luces apagadas. El suelo estaba cubierto de hojas rotas de periódicos y el cenicero lleno de colillas de cigarros y chicles. Estaba inmóvil, a excepción de un ligero balanceo, y no hacía ningún ruido.
—¿Qué haces ahí? —preguntó Vicky.
No obtuvo respuesta. Repitió la pregunta y, entonces, nuestra madre se quitó los tapones de los oídos.
—Vues…tra abu…ela ha lla…llama…do.
—Mamá —dije—, eso no es posible.
—Sí, sí que lo es. ¿No ha tenido ya suficiente? Llama y no entiende por qué no quiero hablar con ella. ¿Cómo voy a querer hablar con ella? ¡Pero si está muerta!

         Los días pasaban y su comportamiento irracional iba en aumento: había clavado estampitas de santos y vírgenes en las paredes de todas las habitaciones; se santiguaba delante de cada una de ellas y rezaba algo inteligible. Tampoco nos permitía subir ninguna persiana de la casa ni dar las luces. Además,  llevaba consigo una grabadora y usaba orejeras, que no se quitaba ni para dormir.
         Finalmente, al ver que ningún ritual surtía efecto, mamá cambió el número de teléfono. Aseguraba que un muerto no tendría acceso a la guía telefónica y que, por fin, descansaría.
Ese mismo día, aunque estaba perezosa,  fui a casa de la abuela a recoger la ropa de los armarios y ordenar la cocina porque mamá decía que no tendría fuerza para entrar en aquel lugar.


—Es para ti, mamá —y alargué el brazo para acercarle el teléfono.
—¿Quién es? —preguntó.
—La abuela —dije—. Quiere saber cuándo la visitarás.
Mamá se tomó aquella respuesta como un reto:
—No es posible. No puede saber el número. ¡Que vaya a verla! Esa bruja desea verme muerta. ¡Eso es lo quiere! —gritó, dando patadas y volcando las sillas—. ¡No lo conseguirá! Llevadme ahora mismo al hospital. No puedo más.
         Nuestra madre se tiró al suelo; comenzó a dar vueltas sobre sí misma mientras rezaba un padrenuestro. Vicky llamó al 012 y una ambulancia llegó a la media hora.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó un enfermero.
Vicky se volvió para ayudar a levantarse a mamá. Así que, apoyando la  mano en la espalda del enfermero, le pedí que me acompañara a la cocina. Cogí aire y susurré:
—Cree que recibe llamadas de nuestra abuela muerta.
—¿Y está muerta realmente? —interrogó de nuevo, levantando el bolígrafo del cuaderno de notas.
—No, claro que no. Todavía vive —afirmé.
        

         Me quedé sola en casa (Vicky había acompañado a mamá en la ambulancia). Me tiré al sofá, coloqué mis manos bajo el cuello y respiré muy despacio.  Nuestro plan había finalizado con éxito… o casi, ya que sonó el teléfono.
—Hola, yaya —dije, mordiéndome las uñas.
—¿Y tu madre? Dila que se ponga.
—No puede. La han llevado al hospital.
La abuela se calló un instante. Era raro en ella.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó con tono serio.
—Se ha vuelto loca.
—Sabía que ocurriría. Por comer tanto chicle, ¿verdad?
—No, por tu culpa —colgué el auricular, arranqué el cable de la pared y tiré el teléfono a la basura.
         Por fin. Ahora sí, Vicky y yo disfrutaríamos del silencio de nuestro hogar.

martes, 28 de junio de 2011

Madre e hija (II)

         Cuando entré en casa, mamá estaba gritándole a Vicky, como de costumbre. Le ponía furiosa que mi hermana se pasara veinticuatro horas encerrada en su habitación con tapones en los oídos.
         Dejé las llaves en la mesita de la entrada y me fui directa a buscar a mi hermana. Mamá estaba aporreando la puerta y le caía alguna que otra lágrima por la mejilla.
—Hola, mamá.
Pasé a su lado, mirando de soslayo y me escabullí rápidamente dentro del cuarto. Mamá no se atrevió a seguirme, pero aprovechó el instante para estirar el cuello y echar un vistazo.
—¿Qué tal va todo? —saludé a Vicky apenas hube cerrado de nuevo la puerta—. Ya está preparado.
         Mi hermana se levantó de la cama a toda prisa y bajó el volumen de la cadena de música.
—Cuenta, tía. ¿Qué ha pasado?
—Ya está firmado. Esperamos tres o cuatro días y lo hacemos.
—¡Genial!
         Vicky sonrió  y saltó sobre mí para abrazarme.
         Mamá nos llamó para comer. No habíamos tomado aún la tercera cucharada de sopa sonó el teléfono. Las tres levantamos la cabeza; mi madre suspiró.
—Esa es vuestra abuela. Es la tercera vez que llama hoy. A la hora de la comida, cómo no. ¡Qué querrá ahora! —nos echó una mirada lastimera, pero ambas cogimos la cuchara y bajamos la cabeza hacia los platos. Como en otras ocasiones, mamá tomaría la comida fría.
         Desde hacía años, la abuela la llamaba unas cuatro veces al día. Unas, sólo para que no comiera chicles y reservara cita con el dentista. Otras, para exigirle que fuera con urgencia a plastificar una agenda, comprar bollitos de chocolate o darle una pomada antiinflamatoria. Y cuando estaba más enfadada de lo habitual, se limitaba a insultarla. Mamá cada vez lo llevaba peor: lloraba, gritaba y hablaba sola. Decidió acudir a un psiquiatra que le recomendó Lexatin y le prohibió visitar a la yaya. Mi madre compró la medicina pero desobedeció la orden.
—Esta mujer va a acabar conmigo —dijo, al cortar el teléfono—. No puedo más —y tiró la cuchara de la sopa al fregadero.
―Sí, es bastante inaguantable —dijo Vicky, y añadió—: Como todas las madres.
―¿Te ha dicho que hemos resuelto lo del testamento? ―intenté desviar la conversación.
―Sí. Me ha echado en cara que no la acompañara yo.
―¿Crees que se siente enferma, o algo?
―No lo sé, no lo sé… Siempre se queja de que le duele algo. A saber si será verdad.
―Venga, Ana, vámonos ―interrumpió mi hermana.
―¿Adónde vais a estas horas?
―Por ahí.
         Cuando salíamos oímos el timbre. De  lejos pudimos escuchar a nuestra madre:
―¡Acabas de llamar! ¿Qué sucede ahora?


Pasó una semana y todo continuaba igual: gritos, discusiones, tranquilizantes, lágrimas y nervios. La diferencia era que la abuela ahora incordiaba a mamá siete u ocho veces al día en vez de cuatro. Cuando, por este motivo, mamá sufría ataques de ira o de ansiedad mi hermana y yo subíamos el volumen de la televisión y nos acercábamos a la pantalla; algunas veces, empujábamos a mamá fuera del salón y cerrábamos la puerta.
En una de estas crisis nos encontrábamos cuando, una vez más, sonó el  teléfono. Mi hermana y yo meneamos la cabeza en un gesto negativo. Mamá se metió un chicle en la boca y contestó. Se limitaba a responder «sí» o «no» a cada una de las mil preguntas de la abuela y cada tanto separaba el auricular de la oreja. Finalmente, resopló y colgó sin despedirse. Se dirigió a la entrada y la seguimos en silencio, igual que sombras; cogió las llaves de la mesilla y se marchó dando un portazo. Vicky y yo sonreímos y regresamos al salón.
Mamá dio por terminada la fuga cuatro horas después, cerca de las diez de la noche. Cuando entró, me encontró sollozando en la cocina.
—¿Qué te pasa?
—La yaya… la yaya —contesté mientras me sonaba la nariz.
—¿Qué ocurre? Dime algo… ¡Me estás asustando! —me chilló mientras cogía una silla y se sentaba.
—Han llamado… sufrió un infarto. Lo siento, mamá. Ha muerto.
Aunque rompió a llorar, paró de repente al atragantarse con el chicle que tenía en la boca. La cogí la mano y le dije que no se preocupara; Vicky arreglaría todo: recogería las cenizas y las llevaría a pueblo, como la abuela Eulalia deseaba; yo, por otro lado, había hablado con su psicólogo, quien había aconsejado firmemente que mamá no acudiera al tanatorio. Debía cuidarse si no quería sufrir un infarto también o ser internada en un psiquiátrico. Al principio, le pareció imperdonable no asistir, pero después de sentir un dolor en el pecho decidió permanecer en casa. Durante un par de días mantuvimos descolgado el teléfono para asegurarnos de que nadie nos molestase.

¿Os está gustando? Espero que aguantéis la intriga. Mañana... ¡el final!